sábado, 14 de agosto de 2010

Heisenberg

Estoy un poquito harta de leer que se ha acabado la nueva edad de oro de las series. ¿Cómo es posible que alguien diga esto cuando Lost hace solos dos meses que nos ha dejado? Si Dexter empieza dentro de nada. Que la ABC haya tenido dos resbalones importantes no significa que todas se equivoquen. ¿Cómo alguien con dos dedos de frente puede decir que la edad de oro de las series ha acabado cuando en verano de 2011 se estrenará la cuarta temporada de Breaking Bad?

El piloto confunde pero sienta las bases para lo que vendrá temporadas después. Uno puede creer que está en una comedia negra y que Weeds podría ser el referente: un hombre normal que se mete en el mundo de las drogas para dar un futuro digno a su familia. Pero a medida que pasan los capítulos, que la resaca del piloto desaparece, y todo funciona como una taladradora que descubre lo esencial del ser humano, son Los Soprano y A dos metros bajo tierra las series que están siempre presentes. La de Chase por su tratamiento de la moralidad, las escenas larguísimas, el constante ir y venir entre lo cotidiano y lo delictivo y la de Ball por la cadencia, por la relación de los personajes, por los silencios, por lo austero y sobre todo, por lo que más me gusta de las dos (en realidad de las tres) que es esa capacidad de volver al personaje del revés haciéndolo actuar de manera completamente opuesta a la que esperamos. Ese juego constante entre lo racional y lo pasional.


Sin embargo, lo que separa claramente esta serie de Los Soprano, y lo que la convierte en una (otra) obra maestra es que aquí no estamos hablando de mafiosos. Aquí no se nos aparece el personaje con una denominación de origen. Tony viene de serie con la pistola debajo del brazo. Walter White tiene el cáncer, y eso le permite poner un pie del otro lado y verlo todo con la tranquilidad del que no tiene miedo a nada. Eso nos permite entregarnos y perdonarle ciertas cosas. Pero todo tiene un límite. Tony es un asesino, Walter un hombre. Y hay veces en que la empatía no tiene cabida.

Pero aquí el cáncer juega dos papeles. El primero y más importante: lo justifica TODO. Un hombre a punto de morir es capaz de hacer cosas completamente enloquecidas y más cuando lo hace para salvar a su familia. Pero hay otra que es la más interesante. Un hombre a punto de morir usa su último aliento para jugar a tener la vida que nunca fue. Y esta es la gracia de Breaking Bad (y quizás lo único parecido a Weeds), tanto Walter como Nancy logran con su nueva y delictiva personalidad algo parecido a la felicidad.


Y entonces aparece Jesse... y claro... los referentes se vienen abajo. Porque Breaking Bad es sobre todo una historia de amor fraternal entre dos hombres que se llevan como el culo. Es como si hacemos una serie con Pauly y Cristopher Moltisanti, un sinvivir. No he podido evitar pensar en ellos y en su maravilloso capítulo de la nieve, cuando vi "Fly" que podría ser el mejor de la serie. Yo toda la vida he sido muy fan de las historias de dos personajes en una única localización. Aquí hay dos personajes al límite, una mosca y la mano maestra del casi desconocido Rian Johnson (director de Brick, esa película que muchos adoran y otros detestamos).


La serie hace algo estupendo. Juega con nosotros y nos da pistas antes de los créditos. A veces la pista no se completa hasta varios capítulos depués. Se trata, claro, de echarnos el anzuelo para que estemos pegados a la tele preguntándonos qué coño hace un ojo flotando en la piscina, pero también lo que nos dicen es que sea lo que sea, nada terminará como esperamos. Imagina lo que quieras, no lo vas a adivinar ni de coña. En el infierno particular de Walter y Jesse las posibilidades son infinitas, eso sí, vete abrochándote el cinturón.



Me encanta amar y odiar a la vez a unos personajes. Adoro sentir cosas y sufrir por lo que estoy sintiendo. Breaking Bad, al igual que Los Soprano y que A dos metros bajo tierra nos juzga y nos define. Es duro... y también grandioso.